dilluns, 21 de febrer del 2022


L’autor, Martín Caparrós, periodista i escriptor argentí, ha publicat diversos llibres entre els quals destaca “El hambre”. S’exilià durant la dictadura militar argentina.

Ha creat el neologisme “Ñamérica” per a designar l’Amèrica Llatina colonitzada per Espanya. Actualment col·labora al diaris The New York Times i El País.

Els fragments del seu llibre que podeu llegir a continuació han estat copiats al peu de la lletra, sense canviar expressions que l’autor ha creat.


Hubo tiempos, tantos, en que no existían las fronteras porque no existían los países. Los limites se borroneaban, los espacios se confundían, los territorios se mezclaban. La frontera es otra de esas cosas que nos vendieron como eternas, naturales: como si no pudiera haber un mundo sin fronteras. Es falso: así fue la mayor parte de la Tierra durante la mayor parte de la historia.

Lo mismo –algo muy parecido- pasa con los países. El sentido común pretende que son entidades inmutables –la patria es, antes que nada, después de todo, “eterna”- y sin embargo las nuestras hace dos siglos no existían y no hay ninguna garantía, absolutamente ninguna garantía, afortunadamente ninguna garantía, de que existan dentro de otros dos. Los países son unos pactos muy complejos, muy frágiles, que suelen hacerse y deshacerse y que, para existir mientras existen, necesitan convencerte de que siempre existieron, de que no están sino que son: que unos dioses o el destino o vaya a saber qué ente todopoderoso les ha insuflado una esencia inmortal.

En América Latina durante tres siglos no hubo patrias, porque un par de patrias lejanas la ocuparon. Y antes que eso no existía América. Mal o bien que nos pese, América como concepto es un invento de esa invasión: la invención de América.

Para sus habitantes anteriores a la invasión europea, América no existía. Eran tiempos en que la mayoría de las personas del mundo conocía del mundo solo lo más inmediato: veinte o treinta kilómetros alrededor de sus casas, cien o doscientos como mucho.

Y no hay muchos lugares –las cárceles, quizás, un regimiento- donde la presencia, el poder de un estado se manifieste más que en la frontera.

La frontera es el lugar donde un estado empieza: donde te dice de aquí p’allá estoy yo, donde te dice no te creas; donde te dice mando. La frontera es la primera línea de defensa y ataque de un estado. La frontera es un modelo de estos tiempos: una de esas creaciones arbitrarias, fruto de los poderes, que se empeñan en vendernos como algo natural, eterno. Otro efecto de la publicidad: de este lado estamos nosotros y allí, a unos metros, están ellos –y ellos son otros, radicalmente otros porque están unos metros más allá. Es sorprendente que la patraña de las patrias –la patriaña- sea tan poderosa como para convencernos de esa farsa.

Desde su desembarco, los hombres que se apoderaron de la región la usaron para extraer esas materias primas que se necesitaban en alguna otra parte: que se vendían mejor en alguna otra parte. Aquellos invasores buscaban oro y encontraron oros y sobre todo plata: el mineral de Potosí fue la primera gran inyección de metal en el mercado europeo, el cemento de un mercado global que empezaba a organizarse.

"La Edad Moderna se inició con la acumulación de capital que empezó en el siglo XVI (…) como resultado del tesoro de oro y plata que España trajo del Nuevo Mundo al Viejo”, escribió, en 1930, John Maynard Keynes. Fue, sin duda, el mayor impacto de Ñamérica en la historia del mundo… Esa riqueza se usó –inaugurando una tendencia que dura todavía- para solventar los gastos de un estado siempre deficitario. Fue ese estado, la corona española, el que lanzó la mayor operación de pillaje de la historia hasta entonces. Era un estado débil, así que concesionó la tarea: le dio a dos docenas de buscavidas la opción de quedarse con una parte del botín a cambio de organizar bandas armadas para llevar adelante la invasión y el saqueo. Pocas empresas tuvieron tal desproporción entre sus recursos y sus resultados: manadas de unos cientos conseguían derrotar imperios de millones.

No lo consiguieron porque sus armas fueran más brutas ni porque sus dioses fueran mejores –que quizá lo eran, lo uno y lo otro- sino porque hicieron política: estudiaron la situación, imaginaron planes, convencieron a partes, armaron alianzas y, en general,  aprovecharon la fuerza ajena para el beneficio propio. Y así consiguieron, también, mano de obra barata: millones de personas que lograron dominar para que extrajeran esas riquezas y se las entregaran.

El resultado fue que pocas regiones del mundo vieron un reemplazo tan veloz, tan absoluto de su clase dominante como Ñamérica en el siglo XVI. Fue una revolución como nunca antes ni después vivió el continente: un verdadero pachacuti –escribió Walter Mignolo-, de esa palabra quechua y aymara que nombra ese momento en que todo –de los estados a las comidas, de los animales a los dioses, de las lenguas a los miedos, de las vidas a las muertes- se sacude y cambia de forma radical, definitiva.

En unos pocos años unos pocos españoles se quedaron con todas las riquezas: campos, minas, la fuerza de trabajo. De pronto se volvió tan claro que solo tenían poder político y económico los que pertenecían a esa clase, esa raza: los invasores blancos.

La desigualdad es constitutiva: Ñamérica se arma cuando llega un grupo de pobladores cuya única legitimidad consiste en ser diferentes de los pobladores anteriores. Estaba claro, entonces, que esos distintos tenían y mantenían el poder –por ser distintos.

Después tuvieron tres siglos para asentar su dominio –y lo asentaron. Definían sus explotaciones por las necesidades e intereses de la metrópolis: por algo se llamaban colonias. El “mercado interno” era menor: la mayoría de los trabajadores eran esclavos o indios –semiesclavos-, así que no se los pensaba como eventuales consumidores: apenas había que proveerles el mínimo que garantizara la reproducción de su fuerza de trabajo, su supervivencia.

Este tipo de negocios –grandes minas, grandes plantaciones- que requerían mano de obra india barata o esclava sentó las bases de la desigualdad extrema: concentración de la riqueza, trabajadores sin derechos, diferencia tan radical, tan sin fisuras.

Los Las Casas ocuparon tierras y recibieron encomiendas de cientos de indios para trabajarlas. Bartolomé viajó de vuelta a España, estudió en Salamanca, se hizo cura, volvió para explotar sus posesiones cubanas. Con el tiempo, el maltrato a los locales lo espantó y se dedicó a denunciar, a intentar que su rey lo moderara. En 1521 armó una expedición para ocupar pacíficamente doscientas leguas de costa venezolana: quería demostrar que los indios eran buenos, pero lo corrieron a flechazos. Su carrera fue larga, letrada, fecunda; escribió la primera Historia de las Indias, su Brevísima relación, fue obispo de Chiapas, Protector de Indios, polemista famoso. En la fogosa Controversia de Valladolid sostuvo incluso que los  aborígenes  americanos  eran  seres  pensantes igual  que  los  cristianos europeos –pero no pudo convencer a casi nadie.

Aún así, sensibilizó a las autoridades españolas: no podían seguir explotando a los indios hasta la muerte y, además, cada vez había menos: no soportaban el trabajo esclavo. La solución pareció providencial: traerían africanos para reemplazarlos. Los negros eran más resistentes, decían, y se podían comprar y vender sin tanta historia.

El comercio empezó a desarrollarse a fines del siglo XV y duraría més de trescientos años. El Atlántico Sur nunca estuvo tan integrado económicamente como en estos siglos en que salían de una costa los esclavos que trabajarían en la otra: la globalización antes de la palabra. Al principio los europeos intentaron cazar esclavos solos: pronto descubrieron que era más fácil comprárselos a los jefes locales. Para eso, empezaron por crearles necesidades nuevas: las mercaderías que les ofrecían a cambio solían ser fusiles, telas, cueros, cuchillos, aguardiente. El mercado creció de golpe: las guerras para conseguir cautivos se multiplicaron –fomentadas por la aparición de las armas de fuego europeas- y las cacerías humanas se volvieron plaga. Bandas de traficantes árabes o negros cazaban hombres y mujeres en la zona occidental de África –Malí, Nigeria, Angola, Congo- y los vendían a traficantes europeos que los embarcaban para traerlos a América.

Siglos después de esta historia incómoda también se solucionaría con un relato simple en que la diferencia venía de la raza o la nacionalidad: los malvados imperialistas europeos abusando de los pobres africanos. Los malvados imperialistas europeos abusaban, por supuesto, de los africanos pobres, pero la diferencia fundamental, una vez más, era la clase: reyes y nobles y poderosos africanos –como el rey del Congo, Nzinga Mvemba- apoyaban y aprovechaban la caza y tráfico de personas para la exportación. O los reyes de Asante –ahora Ghana-, que se hicieron ricos con la captura y venta de negros para esclavos usando el mito de la Patria: los capturados eran extranjeros, decían, africanos de otros reinos. Faltaba mucho para que se inventara la negritud, la noción de que todos los africanos tenían en común la raza, el sufrimiento.

En cualquier caso, para algunos africanos y algunos europeos, el secuestro y venta de personas en cantidades industriales fue uno de los negocios principales de esos tiempos. Grandes hombres participaron –a través de su dinero-: Voltaire, por ejemplo, el intelectual decisivo de la Ilustración, ganó mucho con él. Y John Locke, el “Padre del Liberalismo”, tenía acciones en la mayor compañía inglesa de tráfico. Y los grandes banqueros de Londres y buena parte de la familia real británica y tantos más: sin la esclavitud y las formas de explotación que permitió y el azúcar y el algodón y el oro y el café que producía y los textiles y los alimentos que se producían para ellos y las personas que se enriquecían con todo eso, el capitalismo nunca se habría desarrollado igual.

La Gorée es un islote frente a Dakar, la capital de Senegal, a unos pocos minutos de la costa. La Gorée es tan bonito: el sueño húmedo de cualquier fabricante de postales del trópico. La pequeña bahía, las calles arenosas, las casitas antiguas verdes rosas celestes, los chiquitos que juegan, los cabritos, los baobabs poderosos,... Aquí, durante tres siglos, los comerciantes concentraron y embarcaron a varios millones de habitantes de toda la región capturados para venderlos como esclavos.

(En los siglos XIX y XX) les presentaron (a los europeos), para traerlos, un continente tentador: uno que volvía a ser –a parecer- una tierra virgen que se podía explotar, pero ya no con el trabajo de otros sino, supuestamente, con el propio. La mayoría eran obreros, campesinos, pobres urbanos varios; también había activistas perseguidos en sus patrias y, como siempre, buscavidas diversos, personas que pensaban que en otro entorno podrían hacer lo que no podían en el suyo.

La mayoría, sabemos, se fue a Estados Unidos de América: unos treinta millones entre 1860 y 1920. En Ñamérica, Argentina fue la más numerosa con más de seis millones, gran mayoría de italianos y españoles pero también rusos, chinos, judíos centroeuropeos, alemanes, ingleses, sirios, franceses, portugueses, turcos –de todos los cuales se quedaron dos tercios.

El emigrante, al irse, dice no lo puedo cambiar, no podemos cambiarlo, no logramos producir los movimientos que nos permitirían mejorar nuestros países y quedarnos; solo podemos irnos, solos, cada cual por su lado, a probar suerte en otro lado.

Y son los más emprendedores, los más entusiastas –los que tienen la visión y la energía suficientes para cambiar de vida-, los que aceptan que en sus lugares no hay lugar para su entusiasmo y es mejor partir. O, también: los que intentaron con tanto ahínco mejorar sus lugares que las fuerzas de la reacción los forzaron, violentas, a dejarlos.

Estas personas, en la mayoría de los casos, huyen de situaciones extremas, que incluyen desde la violencia hasta los efectos del cambio climático en sus lugares de origen, por lo que no se puede calificar esta migración simplemente como económica.

En general, los países ñamericanos mejor desarrollados son los que no tenían, en tiempos  coloniales, una cultura india importante, una base de población organizada para la explotación que los españoles pudieran explotar. Lugares donde, sin estructuras ni mano de obra, los escasos ocupantes tuvieron que buscarse la vida y trabajar; donde no pudieron armar esas sociedades radicalmente desiguales, llenas de servidumbre que, para muchos, definen la región. Digo Uruguay, Argentina, Chile, Costa Rica: los países con mejores índices de desarrollo humano, los países donde, pese a todo, es más fácil vivir.

Con el tiempo las materias se fueron diversificando: el café, la caña de azúcar, el cacao, los cueros, las tinturas todavía durante la colonia y, después,  también el trigo y la carne y la lana rioplatenses, el cobre chileno, el guano peruano, el tabaco caribeño, la banana tropical, el caucho, los nitratos, el oro, por supuesto, la plata y, por fin, el petróleo –que apareció en México y Venezuela y siguió apareciendo.

Pero los ricos y poderosos han sido siempre ellos, los otros. Se instalaron, mandaron y explotaron a una población que se veía distinta. Con lo cual el orden era claro: en Ñamérica hay diferencias sociales y raciales evidentes entre los ricos y los pobres. Ser blanco es formar parte, a priori, de los privilegiados –aunque haya, entre ellos, variaciones importantes. Pero la división principal siempre fue esa. Y fueron apareciendo mezclas: mestizos, mulatos y otros mixtos –que quedaban del lado de los pobres.

Durante siglos la diferencia entre un país central y un país colonial fue que en los coloniales la clase se veía en la piel; los dueños eran de otra raza. En los países centrales, ricos y pobres tenían rasgos parecidos; en las colonias, no.

Más tarde, cuando los colonos europeos abandonaron sus posesiones africanas y asiáticas, los reemplazaron en el poder jefes locales de la misma raza que los pobres: un potentado africano es tan negro como sus obreros o sirvientes. En Ñamérica no: las diferencias raciales se quedaron.

No hay muchos lugares donde las diferencias sociales y económicas siempre se vieron tan claras en la piel. Ahora empieza a suceder en los países ricos por la migración de hombres y mujeres desde los países pobres. Es el proceso inverso: los que llegaron a Ñamérica a partir del siglo XVI ocuparon los lugares de poder; los que llegaron últimamente a Francia o Alemania o Estados Unidos o –incluso, ahora- España son confinados en lo más bajo de la escala social.

A mediados del siglo XX algunos países ñamericanos intentaron –más tímidos o más decididos- la creación de industrias propias. Algunas funcionaron; muchas se arruinaron cuando el contraataque liberal del Consenso de Washington, en los noventas, abrió los mercados, facilitó las importaciones de productos americanos, europeos –al fin chinos- y se cargó las fábricas locales. Ahora la mayor parte de Ñamérica volvió a vivir de sus materias primas. Las llaman commodities:  según el Cambridge Dictionnary, una commodity es una “sustancia o producto que puede ser  comerciado, comprado o vendido”.

Solo México es distinto, menos comodificado: por los tratados del NAFTA se instalaron allí cientos de fábricas americanas que aprovecharon la mano de obra barata y manejable, las ventajas fiscales. Las llamaron maquilas porque no fabrican realmente: arman las piezas que reciben, maquillan el origen. Y son una de las grandes razones del éxodo de campesinos mexicanos hacia sus ciudades, su crecimiento desmadrado. A Ciudad Juárez, por ejemplo, en la frontera norte, en la década de los noventas llegaban cien mil hombres y mujeres cada año para trabajar en esas fábricas que les pagaban tres veces menos que a sus colegas del otro lado del río Bravo –pero tanto más que sus patrones rurales o sus trocitos de tierra difícil. Dejaban, además, sus milpas porque esos mismos tratados que permitían la instalación de las maquilas permitían importar  sin tasas el maíz de Estados Unidos, tan subvencionado, tan barato que los campesinos locales no podían competir con esos precios. Les quedaban dos opciones: migrar a las fábricas o cultivar amapolas.

En el discurso hegemónico actual lo contrario de la desigualdad no es la igualdad. Lo que buscan los que critican esa “desigualdad” no es la igualdad sino la mesura. Que no haya extremos. Lo que les molesta no es que haya un mecanismo por el cual se apropian de lo que otros producen, sino que se apropien demasiado.

De dónde 99 y 1: ellos son los que se quedan con demasiado; nosotros somos los que nos quedamos con un poco. Porque el capitalismo está bien pero no hay que exagerar. Como dice una declaración contra la desigualdad de Oxfam, una de las oenegés más comprometidas en su pelea por erradicar la miseria: “La desigualdad ha sido vinculada a diferentes problemas sociales, incluyendo la violencia, la enfermedad mental, el crimen y la obesidad. Es más: se ha mostrado que la desigualdad no solo es mala para los pobres sino también para los ricos. Las personas más ricas viven más saludables y más felices si viven en sociedades más igualitarias”.

Hay un número que los especialistas usan más que cualquier otro para “medir la desigualdad”: el índice de Gini. El índice de Gini es el baremo más citado de la sociología contemporánea y el más explicado. Se lo cita sin parar, pero nadie cree que nadie lo conozca: el 84,7 % de los autores que lo usan lo explican. Así que, para no faltar a la tradición, digamos: el índice o coeficiente de Gini mide la desigualdad de un país en una escala de 0 a 1. Su principio es simple: si toda la riqueza de ese país estuviera en manos de una sola persona, ese país tendría un coeficiente igual a 1; si toda la riqueza del país estuviera repartida en partes iguales, el coeficiente daría 0. Cuanto más alto es el coeficiente, más alto el nivel de concentración de la riqueza –el nivel de injusticia económica- de una sociedad.

Ñamérica tiene, en conjunto, el índice de Gini más alto del planeta. Ahora el promedio de todos sus países –salvados todos los problemas técnicos y estadísticos- es de unos 46 puntos. Para comparar: la media de los países europeos está alrededor de 30 puntos –encabezados por España con 36,2. En Norteamérica, Canadá tiene 34, Estados Unidos 41,5, México 48,3. Cientistas sociales definieron que cualquier Gini por encima de 40 supera el nivel de alerta.

El Gini de Ñamérica bajó 6 puntos entre 2000 y 2017. La bajada fue fuerte al principio del período y se estancó después –o incluso remontó.

La desigualdad no es solo plata –o es, en realidad, todo eso que la plata puede conseguir-: la desigualdad es un conjunto de privilegios, vidas tan distintas. La desigualdad son nuestras grandes ciudades, los centros y barrios elegantes cuidadísimos custodiados bien servidos rodeados de miseria. La desigualdad son esas calles donde duermen personas, esa conciencia de que muy cerca de nuestro lujo hay hambre; la desigualdad es, sobre todo, nuestra capacidad para vivir con eso –en todas sus maneras:

Desigualdad de raza: las élites, queda dicho, son blancas, los pobres tienen más colores; ya hubo un presidente indígena y dos o tres más mulatos, nunca hubo un presidente negro.

Desigualdad de alimentación: el hambre, por supuesto, pero también las diferencias de calidad de las comidas según las clases, las costumbres, las posibilidades.

Desigualdad de habitación: un ranchito de un solo cuarto para todos, sin agua corriente, sin cloacas.

Desigualdad de salud: la diferencia entre la medicina privada y la medicina pública son muchos años de vida y, en el mejor de los casos, una distancia extrema en la manera de vivirlas.

Desigualdad de educación: los colegios y universidades privadas, caras y excluyentes, preparan para los mejores puestos, mantienen la exclusión.

Desigualdad de género: el machismo es tristemente igualitario, se encuentra en todos los sectores, una lacra.

Desigualdad de derechos: los juicios son caros, los abogados más, los jueces suelen ser blancos y ricos, la idea misma de recurrir a la justicia no está asentada entre los más pobres –porque, en general, no les sirve.

Desigualdad de participación: los más ricos tienen muchas más posibilidades de lograr representación política, por su dinero, por su influencias, por su información, por su atención.

Desigualdad de violencia: los más ricos gastan fortunas en protegerse de la violencia callejera que, a veces, aparece como una opción para los más pobres.

Desigualdad de futuros, sobre todo: muchos de los más pobres no ven ninguna opción de cambio, de mejora significativa: sus vidas están signadas de antemano, y eso pesa.

Es, en síntesis, todo eso que podríamos llamar desigualdad de clase.

En estas dos últimas décadas, los pobres y vulnerables ñamericanos pasaron de ser dos tercios de la población a ser más de la mitad: es un cambio importante y totalmente insuficiente. Todavía hay más de 200 millones de personas que viven con menos de siete dólares diarios. Casi uno de cada tres vive con menos de cuatro dólares al día: la pobreza completa.

Lima es un ejemplo entre tantos: en 1957 uno de cada diez limeños vivía en esos asentamientos “provisorios”; tres décadas después, a principios de los noventas, uno de cada tres. En esos días visité uno de los más grandes: Villa El Salvador ya tenía 300.000 habitantes y estaba despidiendo a su figura tutelar. María Elena Moyano, la Madre Coraje, una negra de 33 años, acababa de ser asesinada por un comando terrorista que, por si acaso, había dinamitado su cuerpo.

-María Elena ya ha pasado a ser inmortal. Decía un funcionario en modo discurso; lo rodeaban cholas cargadas de cestas sobre la arena del desierto, el viento que desarmaba las ofrendas florales, el miedo todo el tiempo. El cielo era casi tan gris como esa tierra.

Ahora, tres décadas, Martha Moyano es una dirigente de la derecha fujimorista y la Villa tiene medio millón de habitantes; donde antes había arenales y casillas ahora hay calles y ladrillos. Ahora, tres décadas, la Villa es uno de esos barrios de asfalto a medias, arbolitos ralos, mucho cable negro enroscado en el aire, casas de un piso o dos de bloques sin revoque, techos sin terminar y tanta reja.

El Alto se llama así porque está encima de La Paz, la capital de Bolivia, a cuatro mil metros de altura. El Alto es una de las ciudades más nuevas del continente; en 1984 era una pampa desolada y sus casitas con gallinas y ahora tiene un millón de habitantes y es la segunda de su país, tras Santa Cruz. El Alto es una ciudad hecha de migrantes: ninguna representa mejor el movimiento del campo a las ciudades que cambió la región en las últimas décadas. Y El Alto es una ciudad india, la más grande de América: tres cuartos de sus habitantes son de cultura aymara y unos cuantos, quechuas. El Alto es nueva, sintética, sincrética, simbólica. El Alto es, además, un lugar donde vive mucha gente.

-Esa violencia histórica creó El Alto. ¿Por qué vino la gente? Vino expulsada por el estado, los mineros por el cierre de las minas, los campesinos porque vivían de vender sus productos a esos mineros y esperaban trabajar en la mina alguna vez. Entonces vinieron a El Alto porque era lo que podían, pero también traían esas aspiraciones de modernidad, de ser parte de la gran ciudad. Yo siempre pienso en esa película donde sale un indiecito que mira la ciudad desde lejos, que su aspiración es vivir en esa ciudad. Pero la ciudad que había los rechazó, ¿no? Entonces se quedaron en este territorio y se construyeron una ciudad propia.

Son miles y miles de personas que dejaron la producción primaria –minerales, comida- para pasar, la mayoría, al comercio de todo, cualquier cosa. O, si acaso, a servicios: choferes, albañiles, mecánicos, reparadores varios. Gente que fue de la producción a la circulación: la marca de estos tiempos.

Las ciudades coloniales siempre se constituyen a partir de un centro único, esa plaza donde está la catedral, el poder político, las familias privilegiadas… El Alto no tiene nada eso. Por no tener, ni un centro tiene.

Los migrantes del campo solían instalarse en esos barrios de invasión alrededor de cada capital, donde siguen viviendo todavía, despreciados, temidos, marginales. El Alto es uno de los pocos casos -¿el único?- en que esos migrantes construyeron una ciudad que, poco a poco, dejó de ser un satélite para ser una ciudad autónoma, una ciudad en sí misma.

En El Alto hay poco oxígeno, calles asfaltadas, casas bajas, calles de tierra, edificios más altos, calles desiertas, calles atestadas; hay, alrededor por varios lados, unas montañas nevadas majestuosas como para decirte que existe aún más alto y, por otro lado, más abajo, ese agujero de techos rojos y algunos rascacielos al que llaman La Paz. Y hay tsunamis de cables en el aire y tsunamis de personas en el centro y hay trancaderas –o trancones o atascos o embotellamientos- en las avenidas pero no son coches particulares sino minibuses y otros transportes públicos. Y hay por todas partes vendedoras de todas las comidas, sus polleras, sus sombreros de copa, sus bebés a la espalda: aquí las llaman cholas. Y en el centro hay multitudes y en los barrios nadie. Y entre tanto ladrillo sin revoque, tanta casa inconclusa, tanta calle vacía, una plaza chiquita huele a miel… La plaza no tiene bancos ni juegos, no hay lugar para estar…

-          ¿Y ya pudieron?

-          Sí, construindo estamos, nomasito. 

Me dice don Favián –con ve, me dice- que tiene un taxi: un capital, un ingreso constante y el miedo constante de que el coche se le rompa y todo se derrumbe. Aquí una casa es un proceso largo, años y años de ir consiguiendo y agregando ladrillos, los caños, los cables y la luz, los suelos, las ventanas, el baño, la cocina. Un proceso donde cada metro es un triunfo, un paso más en el camino interminable. Ciudades a medio hacer hechas de casas a medio hacer o, mejor: vidas donde todo es un esfuerzo continuado…

Y, al fondo, sobre la carretera, una docena de consultorios dentales y de peluquerías y tres o cuatro academias de música y materias escolares, y servicios de celulares y farmacias y abogados y tiendas de tortas de colores y cantidad de freidurías de pollo, por supuesto, y un par de bancos y un par de alojamientos y una papelería y una veterinaria y cuatro o cinco salones funerarios: muchos salones funerarios, que nadie vive para siempre.

El modelo marero ha desbordado las fronteras. En el Triángulo Norte –El Salvador, Honduras, Guatemala- su origen es una lección de geopolítica. En los setentas y ochentas, cientos de miles de salvadoreños emigraron ilegales a los Estados Unidos: huían de la guerra o del hambre de la guerra o del hambre habitual. La mayoría se instaló en Los Ángeles. En esa ciudad desconocida, sus hijos no encontraban un espacio propio –y, muchas veces, sufrían la violencia de las pandillas locales. Algunos fueron entrando en ellas: la Mara Salvatrucha-13 y la Calle 18.

Las maras eran un modo de armar una sociedad propia, alternativa a esa sociedad que los rechazaba o los desdeñaba. Frente a la incertidumbre de lo nuevo y hostil, las maras eran una reivindicación del origen y eran, también, la posibilidad de una respuesta colectiva, organizada: de mantener alguna identidad común. Las maras prosperaron: las autoridades locales se preocuparon, y empezaron las deportaciones. Los pandilleros llevaron a su país cultura americana. En San Salvador ya había pequeñas bandas barriales, pero sus enfrentamientos empezaban con el break dance y terminaban, si acaso, a cuchilladas. Los deportados de la MS y la 18 introdujeron las armas de fuego, los pantalones baggy, las cabezas rapadas, los tatuajes, mucha crueldad –y ciertos criterios “empresariales que fueron convirtiendo a las pandillas en grandes unidades de negocios: robar, matar, comerciar drogas varias y, sobre todo, vender protección –contra ellos mismos, como toda mafia que se precie.

Nunca se podrá reconocer y homenajear suficientemente la influencia de Estados Unidos en este proceso. La producción y exportación de drogas fue una respuesta a su demanda –y no habría existido sin ella.

Las pandillas no tienen jefes, pero hay un “palabrero”: alguien que, por respeto, se ha ganado el derecho de hablar al grupo. Las maras actúan sobre todo en los barrios populares, allí dominan y explotan: les cobran su “extorsión” a cada cual, a la señora que vende el pan, al señor que reparte el agua, a la familia que alquila una pieza en su rancho, a Jose que trata de comprarse una moto para ir a trabajar. El gran invento de las maras, su aporte metodológico, consiste en robarles a los pobres: extraerles, con todo tipo de amenazas, dinero a sus vecinos. Aprovechan, así, el fallo decisivo del estado: como no es capaz de proveer seguridad, solo la tienen los que pueden comprarla.  

De los seis o siete millones de salvadoreños, se calcula que 70.000 son miembros de pandillas, y cuatro veces más colaboran o dependen de sus actividades. En Guatemala y en Honduras su peso es parecido –y no hay duda de que sería mucho menor si esos jóvenes tuvieran más opciones que las presentes: un trabajo inseguro y mal pagado, ningún trabajo, emigración, la mara.

-No, no sabemos cómo vamos a nacer. Qué vamos a saber, nosotros.

A él le faltan dos dientes de adelante; ella tiene la cara redonda y puntiaguda al mismo tiempo; el bebé duerme… son salvadoreños… la moto, dice, llamó la atención de unos pandilleros de la Mara 18.

-Entonces un día me mandaron con un niño un teléfono, que querían hablar conmigo, y me empezaron a interrogar que de dónde había sacado la moto. Y yo por miedo les dije la verdad… Al final me dijeron que les tenía que dar 75 dólares americanos, quincenal.

Era la mitad de su sueldo, me dice, y no podía, pero le dijeron que si no les daba esa cantidad se iban a “encargar de lo que más te duele, tu hijo y tu esposa, tu mujer”. Entonces empezó a pagarles; le mandaban niños a buscar el dinero, él entregaba.

-Pero después no soportamos más estar así. Y no podía decirles a los policías mire, tales me están extorsionando, porque los mismos policías se lo dicen a ellos, ellos les pagan para eso. Y había muchas balaceras, todo el tiempo había balaceras.

Guevara joven, Castro viejo. Ahora que los dos, con medio siglo de diferencia, terminaron de morirse, sus caras llenan juntas la ciudad y cuentan dos historias tan diversas. Es brutal ver codo a codo la historia de ese que lo entregó todo y la de ese a quien todos se entregaron;  el que siempre se escapó del poder, el que nunca dejó que el poder se le escapara; el que se volvió un  modelo, el que construyó un modelo; el que quería que todos fueran como él, el que como él decía. Es extraño, casi cruel, tan elocuente ver colgados de las  mismas paredes al joven triunfante en la derrota, el viejo derrotado en el triunfo; el que se hizo más y más global, el que se hizo más y más local; el que se compran los turistas, el que no.

Así que, en la mayoría de nuestros países, los ejércitos dejaron de ser ese reaseguro indispensable, mantenido y mimado por los ricos, que fueron durante todo el siglo XX, y perdieron poder. Salvo, por supuesto, donde los necesitaban, como en Colombia –para pelear contra guerrillas varias- o en Venezuela –para pelear contra su población.

(Los ejércitos ñamericanos eran, en general, aparatos muy incompetentes, solo preparados para el golpe de estado y la represión, que, como el argentino, fracasaron miserablemente cuando intentaron hacer su trabajo: pelear contra otro ejército. No son capaces y, además, es muy difícil imaginar conflictos armados entre los países ñamericanos. Y si, eventualmente, se armara alguno –lo cual no ha sucedido en los últimos veinte años- todos intervendrían para detenerlo. ¿O alguien se imagina a Venezuela, un suponer, ocupando los llanos colombianos e instalándose allí? Los ejércitos son inútiles per carísimos: es sorprendente que no haya más países ñamericanos que hayan seguido el ejemplo de Costa Rica para ahorrarse ese dinero e instalarse en el banquito de superioridad moral que te da haber sido capaz de renunciar a tu mayor aparato de violencia).

Con la peste, la famosa desigualdad ñamericana se hizo todavía más obscena. El corona empezó con una aureola de igualdad: nos atacaba –nos ataca- a todos. Pero rápidamente las diferencias empezaron a manifestarse con fuerza, con   barbarie. Estaba, para empezar, la desigualdad fundamental entre los que podían darse el triste lujo de encerrarse –no trabajar o trabajar encerrados- y los que no, los que debían salir a la calle a buscarse la vida. Es decir: los que se aburrían e inquietaban y asustaban pero sabían que todo consistía en armarse de paciencia, y los que sabían que si esto seguía así ya no sabrían más nada –y en nuestra región, donde la mitad de la población vive de empleos informales, esas personas son la mayoría.

Y está la desigualdad básica de tener que confinarse cuatro o cinco en un piso de cincuenta metros o siete u ocho en un ranchito o una familia tipo en una casa con jardín. Y la desigualdad de poder comprar las mascarillas y alcoholes y remedios necesarios, o no poder comprarlos. Y la desigualdad de tener o no tener agua para lavarse, de tener o no tener jabón.

Si Ñamérica existiera o existiese tendría o habría tenido en 2019 un producto bruto interno común –prepandemia y según el Banco Mundial- de unos 3.800.000 millones de dólares. Es más o menos lo mismo que Alemania. Solo que Alemania tiene 83 millones de habitantes y Ñamérica unos 420 millones: cada alemán es, en promedio, cinco veces más rico que cada ñamericano.

No sabemos cómo será ese mundo.

Puede ser, piensan los mentecatos, tan parecido a este. Con el tiempo, todo termina por ser muy diferente.

Para eso, claro, hay que empezar a imaginarlo.

El problema, una vez más, - y la razón por la cual los más ricos siguen imponiéndose, la razón por la cual tantos soportan todo lo que soportan- es que no se ven alternativas. Para que muchas personas decidan arriesgarse para cambiar un régimen presente deben tener una idea convincente de cómo sería el régimen que construirían a cambio.

Está claro que mientras no se arme un nuevo paradigma de futuro no va a haber revoluciones –o como quiera que eso, entonces, se llame. Porque una revolución –un cambio significativo- es algo muy preciso: la apuesta a un futuro tan deseable que, por él, vale la pena jugarse lo que sea.

El problema es, sin duda, cómo se arma ese nuevo paradigma.

Quién inventa un futuro?

Cómo, dónde, cuándo?

¿Cómo es?

Joaquim Alsina

FISC-Catalunya

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